Basta contemplar durante unos segundos la majestuosa cabeza de bronce, hoy conservada en elMuseo Británico de Londres, para intuir que estamos ante uno de los retratos más singulares del que fuera el primer emperador de Roma: Augusto.
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Y es que pese a tener una antigüedad de más de dos mil años, la conocida como cabeza de Meroë –bautizada así por el lugar donde se desenterró hace más de cien años–, sigue cautivando al espectador, en especial por la profunda intensidad de la mirada del retratado, potenciada gracias a unos ojos realizados mediante incrustaciones de vidrio verde y negro.
Esos ojos penetrantes son una de las características más singulares de la estatua –originalmente una escultura en bronce de cuerpo entero–, pero su importancia para la Historia del Arte reside también en el hecho de que se trata de una de las escasas estatuas romanas en bronce que se conservan y, sobre todo, en la fascinante historia que se esconde tras su descubrimiento.
Faltaban todavía doce años para que Howard Carter descubriera la fabulosa tumba de Tutankamon cuando, en 1910, un equipo de arqueólogos británicos dirigidos por el profesor John Garstang, de la Universidad de Liverpool, protagonizó su propio hallazgo del “tesoro”.
Garstang se encontraba excavando los restos de la antigua Meroë –en el actual Sudán–, capital delreino de Kush, cuando en un edificio de las afueras de la ciudad se produjo un descubrimiento sobresaliente y sorprendente a partes iguales: enterrada unos metros bajo la arena apareció una hermosa cabeza de bronce que, a todas luces, representaba al emperador Augusto.
Las características de la pieza no dejaban lugar a la duda, pero había un detalle que no encajaba: las posesiones romanas más próximas habían estado ubicadas a cientos de kilómetros más al norte, en las fronteras del Egipto romano. Que se supiera, los antiguos romanos no habían alcanzado nunca tierras tan meridionales.
La respuesta al “enigma” estaba en una breve crónica de Estrabón. Según el historiador griego, en torno al año 25 a.C. –poco después de la conquista de Egipto por Augusto, tras su victoria en labatalla de Actium contra Marco Antonio y Cleopatra–, un poderoso ejército de cusitas, dirigido por el rey Teriteqas y la reina Amanirenas, había atacado las posesiones fronterizas de los romanos en Egipto
quel ataque no pasó de tímidas escaramuzas, pero los cusitas lograron coger desprevenidos a los romanos, causando numerosas muertes, capturando esclavos y destruyendo a su paso edificios públicos, templos y obras de arte. Entre estas últimas se encontraban numerosas estatuas, varias de ellas retratos del primer emperador.
Lo que hoy conocemos como cabeza de Meroë fue sin duda parte de una de ellas. La estatua completa original fue decapitada por los cusitas con un sentido ritual –una forma de desprecio y mofa sobre el enemigo–, y la cabeza de Augusto fue “secuestrada” para mayor escarnio.
Una vez en territorio cusita, en la capital del reino, se procedió a su enterramiento bajo las escalinatas de un templo o monumento dedicado a la victoria. Este último detalle –que confirmaba el carácter ritual del robo y decapitación de la cabeza de la estatua–, se constató al estudiar los restos del recinto en el que se halló el retrato de Augusto.
En los muros del edificio aparecieron frescos que representaban al rey y la reina cusitas, sentados solemnemente en sus tronos, mientras una larga fila de esclavos se arrodillaban ante ellos como muestra de sumisión. Entre los prisioneros podían adivinarse las figuras de varios soldados romanos ataviados con sus típicos cascos y túnicas, dando a entender que habían sido capturados y sometidos durante el ataque de los ejércitos cusitas en el norte.
Al ser enterrada bajo las escalinatas de aquel “templo” a la victoria, la cabeza de Augusto era pisoteada continuamente cada vez que alguien entraba o salía del recinto. Un gesto simbólico que demostraba el desprecio de los cusitas hacia los romanos.
Roma, como es lógico, no tardó en responder con un contraataque en represalia a la afrenta. Las tropas romanas lograron vencer a algunas tropas cusitas e incluso recuperaron varias de las obras de arte robadas por sus enemigos. Sin embargo, nunca alcanzaron Meroë, ubicada cerca de la sexta catarata del Nilo.
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Aunque las autoridades romanas reclamaron la devolución de la cabeza de Augusto, las peticiones fueron ignoradas por los cusitas y así, el retrato de Augusto permaneció enterrado más de 1900 años bajo las arenas de Meroë. Un “enterramiento” que, paradójicamente, permitió la supervivencia de la valiosa pieza, hoy visible para todo el mundo en el museo londinense.