PODER Y CRÍTICA | REDACCIÓN | En México, un nuevo fenómeno contamina el discurso ambientalista: el activismo a modo, disfrazado de defensa ecológica, pero al servicio de intereses privados. No se trata de ambientalistas comunitarios ni científicos independientes. Son grupos organizados y financiados por desarrolladores hoteleros que ya dominan ciertas regiones turísticas y que buscan bloquear nuevos proyectos que les compitan.
Un caso paradigmático es el de Antonella Vázquez Cavedon, directora de la fundación DMAS, quien ha encabezado una serie de acciones legales y mediáticas supuestamente “en defensa del medio ambiente”, pero que coinciden sistemáticamente con los intereses de ciertos consorcios hoteleros. Antonella no es una activista sin fines de lucro: aparece como apoderada legal de desarrollos turísticos de lujo como Taj Condominus, Intikam S.A. y TUPAI S.A., todas empresas con claros intereses inmobiliarios en la Riviera Maya.
Desde esa posición, logró paralizar mediante amparos el Tramo 5 del Tren Maya, una de las obras prioritarias del Gobierno Federal, recibiendo críticas abiertas del presidente López Obrador, quien la señaló —sin mencionarla directamente— como parte de los “pseudoambientalistas financiados por hoteleros” que frenan el desarrollo bajo argumentos convenientes.
Más recientemente, DMAS se ha involucrado en una nueva campaña contra el proyecto de inversión MAIIM, ubicado en Bahía Solimán, Tulum, presionando a autoridades, emitiendo denuncias públicas y movilizando a medios de comunicación locales para generar una percepción de ilegalidad. Pero detrás de ese activismo, aparece un patrón que no podemos ignorar: William “Bill” Priakos, un inversionista extranjero que colabora con Antonella y posee una propiedad exclusiva en la zona, ha sido identificado como parte interesada en detener el desarrollo de MAIIM, pues vería amenazada la exclusividad de su inversión ante un nuevo competidor de alto nivel.
Lo que estamos presenciando es una estrategia cada vez más frecuente: el uso del discurso ecológico como herramienta de competencia desleal. Amparos, notas periodísticas, redes sociales, activismo judicial… todo forma parte de una maquinaria dirigida no a proteger la selva ni los acuíferos, sino a proteger monopolios inmobiliarios que ya se han apropiado de las mejores playas del país.
Este tipo de activismo también ha sido señalado por autoridades locales, que reconocen las presiones que reciben desde estos grupos para frenar permisos y ralentizar procesos administrativos. Incluso jueces y funcionarios ambientales enfrentan amenazas mediáticas, campañas de desprestigio y posibles extorsiones legales camufladas bajo “denuncias ciudadanas”.
¿Dónde queda la verdadera protección ambiental? Sepultada por intereses disfrazados. Urge que las autoridades, los medios y la sociedad civil distingan entre el activismo legítimo, que exige sostenibilidad y respeto ecológico real, y el ambientalismo de conveniencia, que se activa solo cuando un proyecto nuevo entra en territorio donde otros ya controlan el mercado.
Porque si seguimos permitiendo que la bandera del medio ambiente se use como muro de contención para proteger privilegios, acabaremos con menos selva… y más simulación.
 
			






